MarcePor Marcelo Cépernic.- Mi tío Domingo Franulic era tornero. Reconocido como de los mejores en su oficio. Su taller, un pequeño galpón de madera y chapa sobre la calle Libertad, a metros de la Municipalidad, era un lugar fascinante para mí cuando era niño. El olor a la fragua, el enroscarse de las virutas de metal que caían bajo la mano experta de mi tío, ejercían sobre mí un encanto especial. Yo vivía a dos cuadras y solía escaparme para visitar ese mundo especial. Mi tío era chileno. Alguna vez, mientras lo miraba trabajar, comenzó a entonar el himno de su país. La música me cautivó. De oído logré tocar su melodía en el piano. Más de una vez le pedí que volviera a cantarlo mientras otra pieza de precisión nacía, parida por su torno virtuoso. Mi tío murió joven. Pasaron los años y mis convecinos me honraron confiándome la conducción del municipio. El primer año, en vísperas de un 18 de setiembre, el día de la independencia de Chile, recibí una invitación oficial del Centro Chileno para conmemorar la fecha en su sede. La ceremonia se iniciaría con el izamiento de ambos pabellones nacionales, entonaríamos ambos himnos, el Presidente del Centro diría algunas palabras alusivas y luego cena y bailongo. Pensando en esa invitación me vinieron a la memoria algunas estrofas del himno chileno aprendidas al pie del torno de mi tío Domingo . Se me ocurrió que era un buen gesto de hermandad que yo lo entonara junto a los anfitriones. Pero cantar solo una parte podría ser interpretado como una falta de respeto. Entonces recurrí a nuestra vieja enciclopedia Espasa Calpe. Allí estaban la letra y la partitura. La toqué en el piano y memoricé la letra completa. Llegado el día del acto, al momento de sonar el himno de Chile arranqué a cantar con todo entusiasmo. Relojeaba a los miembros de la Comisión y otros asistentes que me observaban con poco o nada disimulo. Al presidente del Centro no le cabía la sonrisa dentro de la cara. De pronto, el desastre. La canción que sonaba desde un viejo pasacasete con amplificadores continuó con una letra absolutamente desconocida para mí. Entonces me callé la boca. Angustiado, miré a mi alrededor y descubrí que eso no era lo peor . Todos los demás también se habían callado, mientras el himno seguía sonando. La cara del Presidente del Centro, roja de bronca, era indisimulable. Yo quería que la tierra me trague. Al fin – pensaba – por hacer un gesto de hermandad metí la pata hasta el cuadril. Me parecieron siglos hasta que finalizó el himno. Luego vino el Himno Nacional Argentino y el Presidente del Centro dijo su discurso. NI bien terminaron los aplausos, vino hacia mí y comenzó a deshacerse en disculpas. Yo no entendía nada. De qué se disculpaba? Luego llamó a un petizo que oficiaba de maestro de ceremonias y era el encargado de poner la música y le dijo de todo, lo subió y lo bajó y por poco lo zamarrea. Luego entendí de que se trataba. En aquella época el General Augusto Pinochet gobernaba Chile. La mayoría de los miembros de la Comisión Directiva del Centro Chileno de aquellos tiempos eran o militantes o simpatizantes socialistas, partidarios del derrocado presidente constitucional Salvador Allende. Muchos de ellos habían tenido que huir de su Patria para salvar el pellejo. Resulta que Pinochet le había agregado unas estrofas más a la versión tradicional del Himno. Y el encargado de la música tuvo la desafortunada elección de la versión pinochetista de su canción patria. Recién allí me volvió el alma al cuerpo. Por suerte, un opíparo curanto y un par de cuecas permitieron olvidar muy pronto el mal rato. Y la hermandad argentino-chilena no sufrió la hecatombe que por un momento había imaginado.